Esta es la pequeña historia de un cabrero que todas las mañanas, en cuanto amanecía, salía de la granja seguido de sus cabras para que comieran hierba fresca en el campo.
Un día, mientras las vigilaba, doce cabras montesas que vivían sin dueño saltando entre los peñascos se acercaron a las suyas con toda tranquilidad. Le sorprendió gratamente ver cómo unas y otras se mezclaban pacíficamente y compartían el pasto como si se conocieran de toda la vida.
Pasado un ratito se dio cuenta de que ante sus narices tenía una oportunidad de oro que debía aprovechar.
¡Esto es genial! Ya que se llevan tan bien me las llevaré todas y así tendré muchas más en el rebaño.
Con el bastón las arremolinó junto a él y las fue dirigiendo hasta la granja. Tanto las domésticas como las salvajes obedecieron sin rechistar, entraron en el establo ordenadamente y pasaron la noche juntas.
A la mañana siguiente el pastor se levantó y tomó un abundante desayuno a base de leche, pan y jamón. Después se aseó, se colocó un sombrero de paja, y agarró con firmeza el bastón de pastorear. Con paso firme se acercó al establo, pero cuando iba a sacar a las cabras, estalló una enorme tormenta.
¡Vaya, qué contrariedad! Me temo que hoy no podréis salir, cabritas mías.
Tenía que dar de comer a los animales pero con la lluvia era imposible llevarlas a pastar. La única solución era cambiar el menú del día y darles heno del que tenía reservado para el invierno.
Tranquilas, tengo hierba seca guardada en el almacén ¡Ahora mismo os la traigo!
El hombre regresó con una carretilla llena de forraje y lo repartió pero no de forma equitativa: dio un puñado a cada una de sus cabras y tres puñados a cada cabra montesa.
Sois mis invitadas y quiero que os sintáis a gusto aquí porque ahora ésta es vuestra casa ¡Os necesito y no quiero que os vayáis!
De esta manera sus cabras comieron lo justo mientras las otras disfrutaron de una enorme ración.
Pasó el día, pasó la noche, y a la mañana siguiente la tormenta había desaparecido dejando paso a un brillante y cálido sol. El pastor acudió al establo y abrió la gruesa puerta de madera.
¡Venga, chicas, que hoy sí que nos vamos al prado! ¡Ayer llovió mucho y hoy la hierba estará más húmeda y exquisita que nunca!
Dando pasos cortos todas las cabritas abandonaron el establo rumbo al campo. Ya en el lugar elegido las del pastor se pusieron a comer con ansiedad mientras que las montesas, viéndose libres, salieron corriendo para regresar a la montaña donde siempre habían vivido.
El pastor se quedó pasmado viendo cómo desaparecían en la lejanía y se enfureció.
¡Desagradecidas, sois unas desagradecidas! ¡Os he dado más comida que a mis propias cabras y me lo pagáis así!… ¡Qué poca vergüenza tenéis!
Una de las cabras fugitivas escuchó sus palabras y le dijo desde lo alto de una roca
¡Estás muy equivocado, pastor! ¡La culpa de que nos vayamos es tuya!
El hombre se sintió más enfadado todavía.
¿Qué la culpa es mía? ¿¡Pero cómo te atreves a decirme eso!?
La cabra montesa le miró a los ojos y sin pestañear, le gritó:
Sí, tuya porque tu comportamiento fue injusto y ya no confiamos en ti. A las cabras que llevan tantos años contigo les diste menos comida que a nosotras cuando ni siquiera conoces. Si nos quedásemos a vivir contigo y un día llegaran otras cabras desconocidas tú las tratarías mejor a ellas que a nosotras. Perdona que te lo diga, pero en la vida, los seres más queridos son lo primero.
El pastor no pudo replicar nada porque entendió que había cometido un error garrafal. La cabra tenía razón, pero ya era tarde. Inmóvil y en silencio, contempló cómo ella y sus saltarinas compañeras se largaban felices por haber recuperado su libertad.

Moraleja: No confíes en las personas que te prometen o te dan lo mejor a ti dejando de lado a sus verdaderos amigos. Si no son buenos con la gente que más quieren, tampoco lo serán contigo.

La imagen puede contener: montaña, exterior y naturaleza
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